Hay que entender el feminismo como un instrumento de poder, de cambio social. Como un movimiento que ha desbordado toda clase de previsiones y diagnósticos. Y, cuando una fuerza de esta magnitud se desata, es inevitable que se convierta en un campo abierto a la disputa.
En estos últimos años, el movimiento feminista ha asistido a debates que plantean cuestiones como la legalidad de la prostitución, la moralidad y eticidad de los vientres de alquiler (gestación subrogada) e incluso los límites del derecho al aborto. Todos ellos giran en torno a un nexo común: la larga pugna entre la libertad y la igualdad. Las personas y los agentes implicados en esta lucha tenemos objetivos diferentes e incluso opuestos, y estamos desigualmente armadas a la hora de imponer nuestra visión. Ya que, al final, son las élites quienes tienen mayor capacidad de construir relato público.
Debido a la influencia de estos grupos hegemónicos, por lo general, los medios de comunicación dominantes continúan equiparando el feminismo como tal con el feminismo liberal. Sin embargo, todo parece apuntar que, lejos de aportar la solución, forma parte del problema.

Aunque condena la “discriminación” y es fiel defensor de la “libertad de elección”, el feminismo liberal se opone a llevar a cabo reformas socioeconómicas que permitan el empoderamiento y la liberación de la mayoría de las mujeres que sufren la lacra de la presión económica y de la precariedad. Más que intentar abolir la jerarquía, ya no de género, sino social o de clase, busca diversificarla. Es evidente que este discurso no pretende un cambio sustancial que redistribuya la riqueza entre toda la sociedad. Más bien, sus promotoras buscan asegurarse de que algunas almas privilegiadas puedan alcanzar posiciones y sueldos equitativos con los hombres de su propia clase.
En este escenario, frente al feminismo liberal, debe existir un feminismo que luche por la igualdad, pero no solo con los hombres, sino también entre nosotras. Que busque liquidar, no solo la violencia machista, sino todas aquellas violencias que operan socialmente para mantenernos vulnerables. Este feminismo ha de sugerir un cambio de paradigma económico que huya de minorías privilegiadas y abogue por la igualdad real, una igualdad efectiva.
La perspectiva feminista que visualizamos apunta a abordar las raíces capitalistas con el objetivo de hacer frente a esta crisis de identidad que padece el movimiento. Rechazando sacrificar el bienestar de una mayoría para proteger la libertad de unas pocas, defiende las necesidades y los derechos de las muchas: de las mujeres pobres y de clase trabajadora, de las racializadas y migrantes, de las trans, de las mujeres con diversidad funcional y las alentadas a verse como ”clase media” (aun cuando el capital no pare de explotarlas).
En definitiva, necesitamos un feminismo que sirva de marco para comprender cómo ocurre la injusticia sistemática desde una base multidimensional. Y, para ello, es importante saber que el feminismo liberal, pese al discurso idealista del “todos crecemos, todos ganamos”, es perfectamente compatible con la desigualdad, sobre todo con la desigualdad económica.
Juntas debemos continuar construyendo un feminismo inclusivo que persiga una transformación social profunda y de amplio alcance. Y, solo cooperando y solidarizándonos con el resto de movimientos y reivindicaciones podremos ganar el poder y la perspectiva necesaria para acabar con las relaciones e instituciones que nos oprimen.
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